Ahí estaba frente a mí, con su enorme yelmo de bronce, tallado con incrustaciones de piedras preciosas, mirándome a los ojos. Montado en su caballo, listo para cargar su justa contra mí. Su escudo era deslumbrante, la imagen perfecta de una escena de un hombre dominando un león.Parecía un caballero, vestido con hermosos ropajes de príncipe. Tras la cortina de la pantalla del computador bien parecía un gran señor. Sus conversaciones en principio no me alertaron. Sólo me hacía preguntas orientadas a mi sexualidad ¿cómo no me di cuenta antes de que sólo quería eso de mí? Quería saber cómo me gustaba hacerlo, qué cosas me gustaban del sexo y si me masturbaba en noches sofocantes y solitarias. Esas preguntas no se le hacen a una princesa… Y yo no podía revelarle mis deseos, mis apetencias y no porque sea mojigata, sino, porque siempre he pensado que esas cosas se deben averiguar por otros medios y con otras artes. A él no le interesaba saber que mi mano levanta mis vestidos de vez en cuando… y que suavemente mis dedos se pierden en aquel paraíso velloso de mi entrepierna… que me calienta pensar en antiguos amantes penetrándome en distintos ángulos, y que esos pensamientos llevan a mi dedo medio buscar afanosamente aquel capullo deseoso de caricias… que sólo mis dedos saben cómo debe ser frotado... suave, delicadamente y que sólo ellos saben en qué momento deben cambiar el ritmo y acelerar las caricias, para provocarme estallidos de sensaciones, que me recorren toda y hacen que me contraiga de placer… mi cama es la única testigo de mis sofocados gemidos. Eso, eso es sólo mío, de mi intimidad, de una intimidad que no puedo compartir con un desconocido.
Gracias a Dios abrí los ojos a tiempo y descubrí quién era.
El torneo iba a comenzar. Los caballos emprendieron el galope. Sin darme cuenta mi rabia me dio la fuerza para derribarlo en la primera embestida “¡maldito mentiroso, enredándome con sus falsedades para hacerme caer en su cama!”. Lo pillé mal parado porque su gran escudo cayó con estridente quejido por el suelo y antes de que tomara cuenta de lo que pasaba saqué mi espada y lo derribé. Su cabeza ensangrentada rodó por el césped y su cuerpo cayó inerte. Eso le enseñará a tratar a una dama.
Borré todos sus correos, borré la dirección de su casilla y lo saqué de mi cabeza para siempre. Ningún desalmado volverá a escupir mi corazón, ninguno llegará hasta él. Eso es lo que él consiguió… pequeñas capas de hielo iban envolviéndolo y después de esto, mi incredulidad logrará convertirlo en una gran roca de hielo. Un iceberg que navega sin destino ni fin…
1 comentario:
Buen relato, aunque algunos "lugares comunes" lo bajan un poco. Revisar eso lo mejorará: saludos
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